Significación del libro de los Números en la fe de la Iglesia

Jesucristo, antes de comenzar su ministerio público, fue impulsado por el Espíritu a ir al desierto, donde también El experimentó la prueba y la tentación. Pero Jesús, a diferencia del pueblo de Israel, salió victorioso (Cf. Mt 4,1‑11 y par.). Después Jesús realiza prodigios similares a los que Dios había hecho en el desierto, como la multiplicación de los panes (Cf. Mt 14,13‑21 y par.), y proclama que en El se encuentran plenamente los dones divinos, de los que los del desierto eran una prefiguración: El es el agua viva (Cf. Jn 4; 7), el verdadero pan bajado del cielo (Cf. Jn 6), el camino (Cf. Jn 14, 6), el medio de salvación como lo fue la serpiente de bronce (Cf. Jn 3,14‑16), y el lugar definitivo de encuentro con Dios (Cf. Jn 14,8). Los santos Evangelios presentan también a Jesucristo con la actualización de las realidades del desierto. La concepción virginal de Jesús en las purísimas entrañas de María se realiza por una acción de Dios comparable a la de su presencia en la Nube del desierto (Cf. Lc 1, 35). La vida de Cristo en medio de los hombres se comprende como la presencia de la Tienda del encuentro con Dios en medio del campamento de los israelitas (Cf. Jn 1,14).

Si las tradiciones de la marcha por el desierto, para los israelitas, significaba no sólo el recuerdo del pasado, sino, por decirlo así, el modelo de toda su historia, para los cristianos ese modelo es Jesucristo en quien se han cumplido esas palabras sagradas, y quien se ha hecho camino y guía para conducirnos en nuestro avanzar en la vida, en la que subsisten las pruebas y dificultades del desierto. En la epístola a los Hebreos se exhorta a seguir avanzando sin que se endurezca el corazón seducido por el pecado, pues “hemos sido hechos partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio” (Heb 4,14).

En la interpretación de estos relatos la Tradición de la Iglesia, siguiendo la orientación del Nuevo Testamento, ha descubierto numerosos simbolismos referidos, tanto a Jesucristo y a la misma Iglesia, como a la vida cristiana. La Iglesia misma va avanzando en el tiempo de la historia sometida a múltiples pruebas, pero con la seguridad de tener la protección de Dios como el antiguo pueblo de Israel en el desierto (Cf. Ap 12,6.14).

“Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto se le designa ya como Iglesia, así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne, también es designado como Iglesia de Cristo, porque él fue quien la adquirió con su sangre, la llenó de su espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social. (…) Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios que le ha sido prometida para que no desfallezca su fidelidad perfecta por la debilidad de la carne” (Lumen gentium, n.9). La tradición de la marcha por el desierto, por tanto, representa, en el conjunto de los libros de la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios que anima a caminar con esperanza al ritmo que El va marcando, a luchar en medio de las dificultades, y a servirle con culto sincero.

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