Significación del Génesis en la fe de la Iglesia

La “historia de los orígenes” adquiere una dimensión nueva leída a la luz del Nuevo Testamento, es decir, a la luz de la Persona y la obra de Cristo. Jesucristo ratifica el valor perenne de los “comienzos”, cuando, por ejemplo remite a su enseñanza para fundamentar la indisolubilidad del matrimonio (Cf. Mt 19,4‑6), invitando, de este modo, a acudir siempre a ella para conocer la verdadera dignidad del hombre y de las realidades que vive.

A la luz del Nuevo Testamento se enriquece admirablemente el misterio de la creación del mundo y del hombre como misterio trinitario de amor. En efecto, la creación del mundo “en el principio” se comprende ahora como obra del Dios que es amor, comunión de Personas en Sí mismo, y que en la creación estaba actuando también el Verbo de Dios que había de venir al mundo hecho hombre (Cf. Jn 1,1‑3); se comprende asimismo que en la creación del mundo y del hombre ya estaba proyectada y como presente la Imagen perfecta de Dios, Cristo Jesús, y en razón de tal Imagen, de la que participa todo ser humano, fueron creadas todas las cosas (Cf. Col 1,15‑16).

A la luz del Nuevo Testamento, que presenta a Cristo como nuevo Adán (Cf. 1 Cor 15,22), se comprende también la unidad y la solidaridad de todo ser humano en el pecado del primer Adán (Cf. Rom 5,17), así como el hecho de que el pecado afecte a la creación entera (Cf. Rom 8,20). Igualmente, se comprende la felicidad plena junto a Dios, de la que el paraíso terrenal era una expresión simbólica (Cf. Apoc 22,14).

El arca de Noé, en la que encontraron su salvación cuantos iban en ella mientras que perecieron todos los demás hombres y animales de la tierra, es vista como figura del Bautismo (Cf. 1 Pe 3,20‑21) que abre las puertas de la Iglesia, sacramento universal de salvación. De otra parte, la alianza con Noé permanece en vigor hasta la proclamación del Evangelio a todas las naciones. El Nuevo Testamento y la tradición cristiana profesan particular veneración a algunas figuras de las “naciones” como el justo Abel, el rey‑sacerdote Melquisedec o el santo Job, testimoniando así que también pueden alcanzar una santidad eximia los justos que viven conforme a la alianza con Noé hasta que Cristo “reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52).

En el Nuevo Testamento también se desvela el alcance último de los acontecimientos narrados en las historias patriarcales contenidas en el libro del Génesis. Así, se comprende que la promesa que Dios hizo a Abrahán se refería en último término a Jesucristo, y ya Abrahán la vio cumplida, proféticamente, en la venida del Señor (Cf. Jn 8,56). Jesucristo es “hijo de Abrahán” (Mt 1,1); mediante el rito de la circuncisión, al octavo día de su nacimiento (Cf. Lc 2,21), se incorporó al pueblo de la Alianza. Es más, Jesús es la verdadera “descendencia” de Abrahán (Cf. Gal 3,16), y los que tienen fe en Cristo son, en definitiva, los hijos de Abrahán (Cf. Gal 3,7), cumpliéndose de este modo el anuncio de que en Abrahán serían bendecidas todas las naciones de la tierra (Cf. Gal 3,8‑9). Algunos relatos de la historia de los Patriarcas sirven como ejemplo y fundamento de diversas enseñanzas: Si Dios “condenó a Sodoma y Gomorra, reduciéndoles a cenizas, poniéndoles como ejemplo para los que en el futuro vivirían impíamente; y si libró a Lot, el justo, oprimido por la conducta licenciosa de aquellos hombres disolutos (…) es porque el Señor sabe librar de las pruebas a los piadosos y guardar a los impíos para castigarlos en el día del juicio” (2 Pe 2,6‑7.9). Así también en la Epístola a los Hebreos elogia la fe de los personajes que desfilan por la historia patriarcal, y particularmente la de Abrahán: “Por la fe, Abrahán, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que habla de recibir en herencia y salió sin saber a dónde iba. Por la fe peregrinó por la tierra prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también Sara recibió, aun fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se lo prometía. (…) Por la fe, Abrahán, sometido a prueba, presentó a Isaac como ofrenda y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito. (…) Por la fe bendijo Isaac a Jacob y Esaú en orden al futuro(Heb 11, 7‑11.17.20). Este elogio, compartido con otros personajes a lo largo de la historia de la salvación, se debe a que en ellos se realiza la definición de fe propuesta poco antes en la misma carta: “la fe es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven” (Heb 11,1). La esperanza cristiana, lo mismo que la del pueblo elegido, en el cumplimiento de las promesas divinas tiene su modelo en la esperanza de Abrahán, purificada por la prueba del sacrificio. Como enseña San Pablo: “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rom 4,18). También Jacob, origen de las doce tribus de Israel (Cf. Gen 28,10‑22) fue hecho partícipe de las promesas hechas a Abrahán. Antes de encontrarse con Esaú, su hermano, pasó una noche en lucha con un personaje misterioso, que no quiso revelarle su nombre, pero que lo bendijo antes de alejarse. La tradición espiritual cristiana ha visto en este relato un símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia.

La tradición cristiana ha visto en José una figura de Jesús. Jesús fue vendido por Judas por el precio de treinta monedas de plata (Cf. Mt 26,15) de modo análogo a José, que fue vendido por sus hermanos por veinte monedas de plata (Cf. Gen 37, 28) y de éste modo fue conducido a Egipto por los mercaderes madianitas. Allí se establecería después su familia, hasta que al cabo de los siglos los descendientes de los patriarcas fueran llamados por Dios a regresar a su tierra. El profeta Oseas pone en boca de Dios las palabras “de Egipto llamé a mi Hijo” (Os 11,1), referidas al pueblo, que una antiquísima tradición cristiana, recogida en el Nuevo Testamento, aplica al regreso de Jesús junto con José y María tras la muerte de Herodes (Cf. Mt 2,15).

Los patriarcas, lo mismo que otros grandes personajes del Antiguo Testamento, son venerados como santos en algunas tradiciones litúrgicas de la Iglesia.

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