Sentido teológico de los libros de Samuel

La “historia deuteronomista” alcanza uno de sus momentos culminantes en los libros de Samuel. En su modo de narrar la historia se refleja el proyecto salvador de Dios. El Señor, en efecto, elige a un pueblo para llevar a cabo su designio salvífico, y dentro del pueblo escoge a unas personas, reyes y profetas, que lo guíen; los reyes, como representantes de Dios, los profetas como intérpretes de la historia y defensores de los derechos divinos

La monarquía dinástica adquiere en estos libros su más alta consideración. Los reyes en el antiguo Oriente Medio gozaban de una extraordinaria dignidad, e incluso en algunos lugares, como en Egipto, eran tenidos por dioses. En Israel también se reconoce a los reyes una enorme grandeza pues son llamados “hijos de Dios” en sentido metafórico.

Los profetas, encargados muchas veces de encumbrarles y ungirles como reyes, tienen la misión de hablarles en nombre de Dios y, si es el caso, recordarles sus delitos, y transmitirles la reprobación divina. De hecho, el profeta Samuel y más tarde Natán y Gad tuvieron una función trascendental en este periodo. Es muy significativo el modo en que se presenta, sobre todo, la figura David. Poseedor de un carácter apasionado, valiente y audaz es descrito como un hombre de una lealtad inquebrantable al rey Saúl, el Ungido del Señor, a pesar de las pruebas que hubo de sufrir. Esa rica personalidad humana es inseparable de su excepcional sentimiento religioso: su magnanimidad con los enemigos, su sentido personal del pecado y de la penitencia, su sumisión a Dios y su resistencia a presionarlo. David es presentado como el prototipo del Mesías, el futuro rey que ha de nacer de su estirpe. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedía con las monarquías de los pueblos vecinos, no se diviniza al rey. Al contrario, David es un personaje profundamente humano, con sentimientos nobles y pasiones, que en los libros quedan plasmados con toda sencillez y claridad.

Afronta el combate con Goliat sin más armas que sus arreos de pastor, porque confía en que Dios no permitirá que sus enemigos triunfen sobre su pueblo. Renuncia a sus planes personales de edificar el Templo, con lo que esto supone en las costumbres de la época de renuncia a poner los medios para instaurar una dinastía, se fía del Señor: cumplirá su promesa. Esa entrega generosa en las manos de Dios le permite asumir sus defectos y reconocer con sencillez su pecado cuando Natán le ayuda a recapacitar y a experimentar a fondo el arrepentimiento. Por otra parte el oráculo de Natán abre nuevas perspectivas: el Señor se compromete definitivamente con esa dinastía.

Muy unida a la importancia de la monarquía, la ciudad de Jerusalén ocupa un lugar central en estos libros, como capital política y religiosa y, sobre todo, como símbolo teológico. El Señor reina en Jerusalén, convertida en ciudad santa desde el traslado del Arca, y elevada a sede de la morada de Dios y de la dinastía davídica. Este compromiso entre Dios y la dinastía davídica es de carácter gratuito e incondicional, basado en una promesa de la que Dios no se retractará a pesar de lo que pueda suceder en el futuro, e independientemente de cómo se comporten los descendientes de David. Del mismo modo que el Señor eligió a Israel para ser su pueblo y a David para iniciar la dinastía, eligió también Jerusalén para ser “la ciudad del Señor”. De esta manera se inicia la consideración teológica de Jerusalén, engrandecida cuando el pueblo permanece fiel y destruida cuando la infidelidad del pueblo trae consigo el castigo del destierro (s. VI a.C.).

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