Significación de los libros de los Reyes en la fe de la Iglesia

La sucesión en el trono de David, que 1 y 2 Reyes detallan hasta la época del destierro, culmina, según el Nuevo Testamento, en Jesús de Nazaret, proclamado “Hijo de David” por la multitud y por los evangelistas. Aunque después del destierro desaparecen los reyes de Israel, Dios no había revocado su decisión de hacer de su pueblo un Reino, y de hecho en 1 y 2 Reyes no es rechazada la monarquía como tal, aunque sí se valoran negativamente la mayor parte de los reyes. Tampoco había revocado su promesa de suscitar a David un heredero cuyo trono permaneciese para siempre. Pero Dios cumple su promesa por encima de todas las expectativas humanas.

A diferencia de los reinos de Judá e Israel, el Reino del Mesías está formado por judíos y gentiles, personas que participan todas ellas de la realeza de su Rey Cristo, “hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación” de los que el Señor ha hecho “un Reino de sacerdotes que reinan sobre la tierra” (Ap 5,9‑10). A este Reino pertenecen, explica San Pablo, aquellos judíos que han acogido a Cristo, y que constituyen un resto fiel, semejante al de aquellos que en los tiempos de los reyes “no doblaron la rodilla ante baal” (Rm 11,2‑5; Cf. 1 R 19,10‑18).

La Iglesia, integrada por judíos y gentiles, es en la historia humana “el germen y principio de este Reino” (Conc. Vaticano II, Lumen Gentium, n. 5), prefigurado y preparado por lo que fue históricamente el reino de Judá. Una vez que el Nuevo Testamento revela la misión del Mesías, se contemplan mejor la distancia que hay entre los símbolos que aparecen en estos libros y el misterio cuya manifestación han ido preparando: «Observad los lirios del campo… pero yo os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos» (Mt 6,28‑29), y «La reina del sur vino desde los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, pero aquí hay uno que es más que Salomón» (Mt 12,42). Jesús se presenta como alguien que es más que Salomón con toda su sabiduría (Cf. Mt 12,42).

El verdadero culto a Dios, afirma Jesucristo, ya no se dará ni en Garizim (Samaría) ni en Jerusalén, sino en Espíritu y en verdad, porque Dios es Espíritu (Jn 4,24), y ahora, el lugar de la Presencia de Dios entre los hombres no es el Templo de Jerusalén sino el Santuario de su Cuerpo” (Jn 2,21). La ciudad santa de Jerusalén, en la que Jesús culminó su obra redentora no pierde protagonismo en el Nuevo Testamento. También el reino de Dios, instaurado por Jesucristo, ve en la nueva Jerusalén, celestial y escatológica, su capital ideal, donde “está la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios‑con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ya ha pasado” (Ap 21,3‑4).

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