Significación de los libros de Samuel en la fe de la Iglesia

Aunque ya el destierro de Babilonia había dado ocasión para reflexionar sobre el fracaso de la monarquía davídica y el sentido que podría tener la profecía de Natán, la venida de Jesús puso plenamente de manifiesto los valores profundos de las promesas hechas a David: Dios no había prometido el mantenimiento eterno de un reino temporal, sino el advenimiento de un reino de una naturaleza peculiar que habría de recaer en un descendiente de David según la carne.

Jesús anuncia el reino de Dios y lo inaugura de forma misteriosa. Sin embargo, para que la realidad fundamentalmente espiritual de su reinado no fuese mal entendida, evita discretamente hacer manifestaciones ostentosas de su realeza. Aunque, en ocasiones, acepta que se le salude como “hijo de David” (Mc 10,47‑48) y hace una excepción notoria a este modo suyo de proceder en su entrada triunfal en Jerusalén, precisamente pocos días antes de morir. Después de su resurrección, y purificada ya suficientemente la imagen de su reino, los discípulos no dudarán en destacar su ascendencia davídica (Mt 1,1) y el cumplimiento en Él de la profecía de Natán (Hech 2,30 y Heb 1,5).

La figura de David, el padre del Mesías, fue muy utilizada en la predicación cristiana desde la época apostólica. Muchos Padres de la Iglesia descubren en la semblanza de David la imagen de Cristo. Hipólito le dedica un tratado (De David et Goliath, CSCO 263‑264), así como San Ambrosio y San Juan Crisóstomo. En estas obras se describe la victoria sobre Goliat como señal de la victoria de todo hombre contra el mal. David es el rey de Israel, que anuncia al Rey universal. Es el profeta perfecto porque es instrumento de la voz divina, ya que en el dulce canto de sus salmos habla Cristo en persona (Ambrosio, Iac. II 9, 39). David es también el verdadero pastor, maestro de todas las virtudes: de la mansedumbre, de la humildad, de la paciencia, de la sabiduría, de la generosidad y de la fe (Hipólito, Dav. 12,1‑2). Y, sobre todo, proporciona un admirable ejemplo con su arrepentimiento: su pecado es testimonio de la fragilidad humana, y en su llanto pidiendo perdón proclama la misericordia de Dios. (Cirilo de Jerusalén, Cat. 2,11‑12).

La Ciudad Santa de Jerusalén, por su parte, adquiere un sentido más profundo en el Nuevo Testamento, especialmente en el Apocalipsis, donde se habla de la “nueva Jerusalén” como imagen del pueblo escatológico, destinatario definitivo de la salvación.

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