Los orígenes de la monarquía en Israel

El libro primero de Samuel comienza con la narración de la historia de Samuel, que es presentado como “vidente” o “profeta”. El que se le asigne este oficio no sorprende ya que en muchas religiones antiguas, y también en las del Próximo Oriente, se puede encontrar el fenómeno de la profecía extática: hombres que profieren mensajes en medio de convulsiones, como arrebatados en un éxtasis. En la época premonárquica hay “grupos de profetas” en Israel que tienen un comportamiento análogo. En el libro primero de Samuel, éste explica a Saúl que siga su camino y “tropezarás con una banda de profetas que bajan del alto. Entonces el espíritu del Señor te arrebatará y tú profetizarás con ellos y te sentirás cambiado en otro hombre” (1 Sam 10,5). Pero en Israel no se consideraba el éxtasis como lo más característico de la profecía. El profeta es ante todo un mensajero enviado por Dios para comunicar algo. El primer gran profeta primitivo en Israel fue Samuel. También se conocen los nombres de otros posteriores: Gad, Natán, etc. y se alude a algunos otros sin decir su nombre propio. En los archivos de la ciudad de Mari, en el Eúfrates superior, se han encontrado algunos textos, que se pueden fechar hacia el 1700 a.C., que hablan de unos hombres que son enviados por algún dios a comunicar al rey sus palabras. Estas comunicaciones hacen referencia a cosas materiales concretas: que expongan en la presencia del dios los asuntos de gobierno, que ofrezcan sacrificios, etc.

El libro de los Jueces (cap. 6‑9) presenta una serie de tradiciones sobre Gedeón y Abimélek en las que aparecen los primeros intentos israelitas para establecer la monarquía. Después de la victoria de Gedeón sobre los madianitas, los hombres de Israel ofrecieron una realeza dinástica a Gedeón, pero él la rechazó: “vuestro jefe será el Señor” (Jue 8,23). A la muerte de Gedeón, Abimélek expone a los habitantes de Siquén sus pretensiones monárquicas (Cf. Jue 9,1‑3) y logra que lo proclamen rey. Sin embargo pronto empieza a tener conflictos, y acaba pasando a cuchillo a la población y destruyendo la ciudad (Jue 9, 42.25). La arqueología atestigua una destrucción de Siquén en esta época. Un testimonio muy antiguo de los sentimientos que suscitó el debate sobre la instauración de la monarquía es el discurso de Jotán (Jue 9,7‑15). Parece que la derrota de Afec (Cf. 1 Sam 4,1‑11) hizo pensar una vez más a los israelitas en la precariedad que suponía para su defensa en situaciones de peligro la necesidad de poner de acuerdo a las tribus y organizar un ejército cada vez que hiciera falta. Ante la necesidad de hacer frente al expansionismo filisteo, se impuso como imprescindible la instauración de un poder centralizado en la monarquía. A pesar de la ruptura del status tradicional que esto suponía, y el desconcierto que esto habría de producir, se fue abriendo paso la idea de imitar el modelo de las naciones vecinas y depositar en una sola persona, el rey, la autoridad necesaria para mover las fuerzas y la misión de dirigir la guerra con un ejército profesional. Deseo de parte del pueblo que, tras varias vicisitudes, sería ratificado por el Señor por medio de Samuel (Cf. 1 Sam 8,7‑9).

Los intentos más serios para construir una monarquía estable se centran en Saúl, un joven aguerrido de la tribu de Benjamín. Este era un guerrero que sacaba los hombros y la cabeza a todos los demás israelitas, un héroe carismático como los jueces que le habían precedido. En su época la amenaza de los filisteos era cada vez más apremiante, y se hacía necesario un gobierno unitario de las tribus. Cada vez se iba extendiendo más el deseo de un rey entre muchos israelitas (Cf. 1 Sam 8,1‑5). Después de su victoria contra los ammonitas, Saúl es proclamado rey en Guilgal (1 Sam 11,15). Saúl instaló su corte en Gueba, su ciudad natal, unos cinco kilómetros al norte de Jerusalén. Allí edificó su palacio-fortaleza, de construcción bastante tosca, aunque relativamente bien fortificado. En las excavaciones se han encontrado testimonios de una destrucción que posiblemente tuvo lugar en tiempos de Saúl, aunque la ciudad fue inmediatamente reconstruida. Saúl murió, junto con sus hijos, en los montes de Gilboé. Los filisteos colgaron sus cuerpos en las murallas de Bet Sean (1 Sam 31,8‑10). Cuando la noticia llegó a David, este compuso un bellísimo canto fúnebre (2 Sam 1,19‑27).

Después de la muerte de Saúl, David intentó y consiguió ser proclamado rey de Judá en Hebrón (2 Sam 2,1‑4a). Entonces comenzó la lucha contra Isbaal, hijo de Saúl, a quien Abner había coronado como rey de Israel. Sin embargo, Isbaal sería asesinado y, una vez muerto, David fue ungido rey de Israel (2 Sam 5,1‑5). El libro segundo de Samuel informa de la toma de la ciudad de Jerusalén por las tropas de David: “El rey y sus hombres marcharon sobre Jerusalén, contra los jebuseos que habitaban el país, y éstos le dijeron: no entrarás aquí; los ciegos y los cojos bastarán para rechazarte”. Es una manera de decir que David no entraría. Pero David entró y se instaló en la fortaleza y la llamó ciudad de David. Después construyó un muro alrededor, desde el terraplén hacia el interior (2 Sam 5,5‑9). En las excavaciones de la ciudad de David en Jerusalén se ha descubierto una galería que, a través del llamado “pozo de Warren” comunica el interior de la ciudad jebusea con la fuente de Guijón, de donde se abastecía de agua la ciudad y que quedaba fuera de las murallas. A través de ese pozo y el consiguiente túnel se podía acceder a la ciudad aunque las murallas estuvieran bien protegidas. También es patente el terraplén del que habla el texto, situado en las laderas del Ofel.

La conquista de Jerusalén fue un acontecimiento de enorme importancia política y religiosa. Como hasta ese momento había estado en poder de los jebuseos no correspondía a ninguna de las tribus israelitas, era por tanto una ciudad neutral, ideal para establecer en ella la capital sin que ninguna tribu se viera favorecida por la elección. Una vez establecida en ella la corte, también se llevó a cabo un primer intento de centralización del culto con el traslado del Arca a Jerusalén. Por lo que respecta a la política internacional de David, en el libro segundo de Samuel se dice que conquistó Ammon (2 Sam 10) y sometió a vasallaje a Moab (2 Sam 8,2) y Edom (2 Sam 8,13‑14).

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